Cuenta la historia más o menos
aceptada que cuando en 1492 el genovés, encargado por sus Serenísimas
Majestades Don Fernando y Doña Isabel para llegar al Levante navegando hacia el
Poniente, tocó tierra en la Isla de Guanahaní, los indígenas que asistían
asombrados al espectáculo de hombres cubiertos trajes metálicos y ostentosas banderas creyeron que eran “los hombres del cielo” que las profecías auguraban. La cruda
verdad que aquéllos primeros indígenas “descubiertos” llegaron a probar en
carne y sangre propia, como luego lo hicieran sus descendientes mientras
quedaron de ellos alguno, es que los tales hombres del cielo eran meros
encomenderos, corsarios al servicio de la ambición de un imperio en decadencia.
Más o menos tres siglos después,
consumada la caída del dominio español sobre tierras americanas, los
descendientes de aquellos primeros enviados, convertidos ahora en criollos, se
abocaron a construir sus propios imperios, todos ellos en ancas de la tan
ansiada liberación de los pueblos que habrían de traer, al fin, la felicidad y
abundancia que como maná descendería de los cielos para poner fin a tantos
siglos de ignominia, explotación y esclavitud.
Otra vez los más postergados
creyeron que esos próceres serían los verdaderos “hombres del cielo” que
pondrían fin a tantas penurias, llamados a ser ellos los constructores de la
gran patria latinoamericana.
En los dos siglos restantes, con
sus más y sus menos, la América hispana ha visto volver una y otra vez esos
milagrosos salvadores, los que, cada vez y como si fuera un designio ínsito en
la propia naturaleza de las cosas, terminan siendo los verdugos de sus propios
pueblos.
En el siglo pasado la esperanza
vino de la mano de barbudos revolucionarios que bajaban de sierras prometiendo
justicia universal y felicidad en la igualdad, más o menos al estilo de los
bolcheviques que habían ejecutado al zarismo ruso. Ajusticiaron, ejecutaron,
confiscaron, estatizaron y casi, casi, lograron el milagro de conseguir la
igualdad: todos pobres, todos silenciados, todos postergados. Casi, porque como
lo describiera Orwell, hubo –y hay- algunos más iguales que otros.
Aquellos justicieros pretextaron
otros, alentados éstos desde el Norte; ésta vez los gorilas se vestían de verde
olivo y armas en mano, venciendo pero sin convencer, impusieron la paz de los
sepulcros. Una década perdida -o en algún caso mucho más- que no habría de ser
la última, y que tuvo su final cuando la mancha verde se tornó marrón con la
pudrición originada desde su propio cuerpo de corruptos criminales. Otra vez
los pueblos se encontraron a la intemperie y tan postergados como siempre.
Pero al final, como un gran soplo
de renovada esperanza, recorrió la feraz tierra americana la novedad de la
democracia como la gran solución, panacea que iba a poner coto a los desmanes y
abusos, haciendo de los meros habitantes de un territorio en ciudadanos con
derechos, educados, con garantías que las instituciones preservarían para todos
por igual.
Ahora los hombres -y mujeres-
“venidos del cielo” enarbolaban rimbombantes discursos y planes maravillosos de
modernización y progreso en lugar de las armas del pasado, aunque ellas
siguieran estando, ésta vez guardadas con recato para cualquier contingencia.
Cuando las democracias empezaban a hacer agua y los planes fracasaban, producto
del diabólico maquiavelismo del nuevo gran imperio que nos inoculara el virus
del malhadado neoliberalismo, apareció como un faro en medio de la niebla un
nuevo “hombre venido del cielo”: el Coronel paracaidista venezolano Hugo Chávez
Frías, quien literalmente cayó del cielo para dar su primer y fallido golpe
contra una corrupta democracia que estafaba a su pueblo. Fue esa misma
democracia la que lo indultó, para que cual brujo retornado a la tribu como
héroe hechizara al pueblo venezolano convirtiéndose en el salvador de la
Patria.
En los años siguientes no pocos
de los sobrevivientes de las “democracias formales” le miraron con
condescendencia, cuando no con sorna, adjudicando sus payasadas urbi et orbi a
la excentricidad de una personalidad necesitada de protagonismo. Nada que
temer. Nuevo y grave error de lectura. Ninguno previó la fuerza que un discurso
fanfarrón y populista, como tantas veces antes había pasado en estas tierras,
iba a tener sobre los pueblos, sólidamente asentado en la inimaginable generosidad
de una chequera petrolera multiplicada por diez gracias a la demanda del
imperio.
A su sombra, como una nueva
mancha fueron surgiendo desde la humedad chavista los hongos del neopopulismo,
encarnados en gobiernos voluntaristas y autoritarios, pero legitimados de
origen por elecciones más o menos limpias, aunque luego se vieran necesitados
de cada vez mayor concentración de poder tras el objetivo de mantenerse todo el
tiempo que sus “revoluciones” necesitaran para conseguir sus objetivos. En ese
afán, no han dudado en llevarse por delante las cada vez más esmirriadas
instituciones de la democracia “burguesa”, toda vez que éstas no resultaran
funcionales a su “modelo”.
Hoy en Venezuela marcan gente
como bovinos para obtener un mísero paquete de harina, mientras la gente
batalla diariamente para conseguir un medicamento y cuenta las horas en las que
no tendrá energía eléctrica. Hoy en Argentina, tierra obscenamente rica, niños
mueren de hambre y miles de marginales comen de la basura. Éstos son apenas dos
ejemplos, tal vez solamente los más significativos, pero en modo alguno los
únicos.
Mientras tanto, lo que los
pueblos comienzan a enterarse, a medias -con dificultades porque el “modelo”
implicaba secuestrar todos los poderes y
medios (Justicia, Legislativo, Poder Electoral, medios de prensa independientes
y hasta empresas claves)- que los “hombres y mujeres venidos del cielo” habían
llegado con muy poco, casi tan pobres como la gente misma a la que decían
dedicar lo mejor de sus desvelos y talentos, y ¡oh sorpresa¡ una década después
se han convertido ellos, sus familiares, amigos y cómplices, en una nueva casta
de supermillonarios dueños de todo el poder.
Una vez más, como hace más de 500
años le sucediera al candoroso cacique que asombrado rindiera pleitesía a los
españoles, los pueblos comprueban que han sido vilmente estafados y nuevamente
han de pagar su cuota de sangre, sudor y lágrimas para recuperar una esperanza
que estos brujos neopopulistas convirtieron en pompas de jabón.
Mísero destino el nuestro.